A mi hermana
Sandra:
gracias por la
inspiración.
Mi hermana ha perdido su trabajo. En consecuencia,
se la ve bastante deprimida, pero yo creo que es mejor así. Vaga por el salón
en pijama de rayas y se detiene a saludar a la planta. Ya era hora de que
tuviera un poco de tiempo para descansar y estar consigo misma, porque había
perdido el control absoluto de la situación. Todos estamos de acuerdo en que
necesita mucha paz. En las últimas semanas apenas se la reconocía: se había
vuelto huraña, contestaba mal, se iba de casa sin cerrar con llave, ansiosa.
Siempre iba despeinada, con el ceño tan fruncido que parecía que su cara estaba
a punto de desmontarse. Se olvidaba de los cumpleaños de los amigos; metía los
vasos en la nevera y gritaba en cualquier ocasión sin explicación. Dormía mal.
Comía mal. Ocultaba algo.
Puede parecer que la pérdida del
trabajo en este mundo moderno y mecanizado sea motivo de infelicidad. Pero ha
sido oportuno. Pues todas esas infracciones hubieran derivado en auténticos
crímenes. Se encontraba en una situación peligrosa. Poseída.
Sin embargo, no avancemos
acontecimientos. Intentemos relatar los sucesos con cierto orden cronológico,
para que esto sea un relato tradicional, de aprobado en el colegio.
Todo comenzó cuando mi hermana estrenó
su nuevo par de guantes de goma. Sí, puede parecer un hecho trivial. Pero de
suma importancia en un hospital, donde se encargaba de la limpieza. Aquella
tarde que los sacó nuevos de la bolsa de plástico, en la que todavía se leía el
precio, dejó soltar un suspiro cansino. Uno más. Laboratorios. Le había tocado
una vez más limpiar las dependencias donde se investigaban tumores; se hacían
pruebas con distintos tejidos y órganos donados a la Ciencia; se cortaban y se
pesaban restos; se dejaban bandejas y probetas repletas de deshechos.
Fregaderos salpicados de sangre y jugos gástricos. El olor insoportable se
escondía en las rendijas de baldosas y azulejos. Se respiraba una mierda
aséptica, aislada, lo suficientemente marrana como para pesarle en el ánimo a cualquiera.
Una tarde más. Aquí. Sé que hubiera preferido estar en cualquier otra parte,
como millones de sus coetáneos.
Lo lógico y natural es colocarse un
nuevo par de guantes sin más, como mucho alargar el acto un par de segundos, no
queriendo que llegue el momento de empezar a trabajar. No obstante, esta vez
fue diferente. Esta vez, todo cambió. Primero los enrolló hasta acortar la
extensión de la goma y pasó los dedos de la mano izquierda. Estiró y se lo dejó
bien subido, justo por debajo del codo. Repitió la operación con la mano
derecha. Se sintió tan distinta. Tan nueva. Realizada. Alzó las manos a la
altura de los ojos. Por primera vez veía aquellas manos, dentro de aquella goma
verde de textura de importación. Milagrosas. Tuvo la primera idea fantástica,
el primer calambre: ahora podría hacer cualquier cosa. Los guantes eran útiles para mi hermana,
imprescindibles para su trabajo.
Abrió de par en par la puerta del
Laboratorio A, dejando el carrito con los demás enseres de limpieza atrás.
Entró sola y dispuesta. Revuelta de intenciones. Pensando que sus manos eran
armas, que era una revolucionaria, trabajadora oprimida momentos antes del
alzamiento. Contempló los instrumentos que por allí danzaban: bisturíes,
escalpelos, tijeras. Una balanza con sangre reseca. Una bandeja: una especie de
medio gusano sobredimensionado, un pedazo de intestino. El suelo pegajoso. Dos
papeleras repletas. Se asomó al fregadero y lo contempló con desagrado. Un
ruido peculiar se le instaló en la frecuencia de pensamiento, distorsionando la
razón y la obediencia.
Se puso a limpiar. Con ahínco. Hizo
desaparecer, por venganza, todo lo que le disgustaba. Absolutamente todo. Tenía
el poder. Absoluto. Totalitario. En sus manos.
A la mañana siguiente tuvieron que
acordonar el Laboratorio A. Un accidente inesperado, dijeron. Supusieron que
uno de los estudiantes había dejado la puerta abierta por descuido y habían
desvalijado la sala. Se habían sustraído todas las muestras clasificadas. El
Laboratorio A se mostraba limpio, pero ni rastro de productos, ni microscopios,
ni enseres, ni papeles, ni ordenadores. Ni órganos, ni tumores, ni tejidos. Sólo
quedó una silla y los muebles más grandes. Vino la policía y se intentó
silenciar el desastre. Se trató la incidencia con total discreción. La pérdida
ascendía a millones. Al día siguiente, mi hermana se paseaba por la planta de
Oncología con su nuevo par de guantes ufana. No cuchicheaba con los demás, ni
criticaba, ni se quejaba, ni comentaba qué vaya vergüenza, menudo escándalo.
Estaba en paz. Nadie sospechaba. Nadie le vino a preguntar, aunque hubiera sido
fácilmente comprobable que fue la última persona en entrar. No les pareció raro
el estado de total complacencia que mostraba. Poco habitual en los seres
humanos rutinarios.
La cosa hubiera quedado así. Pero en
cuestión de semanas, se acordonó el Laboratorio B por fuga de gas que derivó
en cinco enfermeras de Rayos desmayadas. El Laboratorio C se cerró por
inundación. Alguien se había dejado el grifo abierto toda la noche y por la
mañana, al abrir la puerta, Mª Carmen, la responsable quedó empapada de arriba abajo, unos sesos a sus pies. Sigue de baja.
El Laboratorio D fue la gota que colmó
el vaso. Lo que trastocó la sonrisa en total desesperación. La Junta Directiva
comenzó a investigar y mi hermana se vio acorralada. Se hicieron notorios los
síntomas de enajenación. El Laboratorio D amaneció aquel miércoles de enero con
una nueva decoración: una de las paredes ponía en letras bien grandes y un
tanto separadas C A C H I T O S H U M A N O S. En un rojo escatológico: pudo
comprobarse que era sangre. Un suceso macabro, rematado: el intestino
desaparecido del Laboratorio A colgaba de la pared con unas chinchetas, así
como un trozo de lo que parecía un riñón, un dedo y un ojo azul cobalto. El
resto eran cachitos precisamente de otros órganos y tejidos que el público
general no se vería capaz de identificar a primera vista. Una imagen
perturbadora.
La última en entrar la tarde anterior:
mi hermana.
Mi hermana, una persona dócil y
entregada a su familia, que con su par de guantes verdes de goma se había
convertido en una psicópata vengadora y enloquecida. Mi hermana había sido la
ladrona; había provocado la fuga y la inundación, era la artista de la
instalación C A C H I T O S H U M A N O S, un montaje orgánico. Inaceptable.
Despido fulminante.
No acabó entre rejas porque el
hospital no quiso convertir el suceso en escándalo. Por eso creo que, en el
fondo, ha salido bien parada ¿Tuvo motivos? No lo sé, quizá estaba harta. Pero
estoy convencida de que los guantes tuvieron una influencia diabólica y
paranormal en su ánimo. Goma insuflada de toxinas viperinas. En un estado
normal, mi hermana sería incapaz de semejantes fechorías.
¿La ironía? Contemplo con horror que el
par de guantes no ha sido destruido, reposan en la cocina de mi hermana, junto
al fregadero. Mi cuñado disfruta más que nunca de fregar los platos ya que con
los guantes no se le estropean las manos. Los friega todos los días, al
mediodía y por la noche. Yo sigo alerta, en cualquier momento alguien se puede
revelar como un auténtico perturbado por culpa de esos malignos guantes verdes
y, por si acaso, me mantengo alejada de ellos. Obra del mismísimo Diablo, no
cabe duda.
2 comentarios:
Es curioso qe el momento de colocarse los guantes ,es como unos segundos decisivos,es como va!!ya vengo !!animo!!si,si son segundos magicos,incluso canviartelos,en ese espacio es como un consuelo.Me a encantado la historia,no esta muy lejos de la realidad,te asegura qe hay gente qe se venga con algo parecido,no tirando muestras de tejidos,pero si otras cosas,,zapatos,batas,la botella de agua recien abierta,algun boli qe esta por ahi,o incluso algun paraguas recuerdo de mexico por ejemplo,,,etc.Tambien los hay qe se llevan material hospitalario para sus clinicas privadas,,,i los hay tambien los qe te joden la vida porqueeee esta un poco saturado ooo tiene acumulacion de pacientes, o estan ene el canvio de turno!!!!Lo qe esta claro es qe cuando la mente necesita un despejo es asombroso lo qe puede surgir.
Muchas gracias, querida mía. Por todas tus palabras de ánimo. Y por este mensaje.
Nos alegra tanta que te haya gustado.
Un beso.
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