Como ya tengo otros proyectos en mente, ha llegado la hora de liberar otro cuento antes de enterrarlo entre archivos varios. Es un cuento costumbrista, casi verídico. Por lo que sé, bien podría ser absolutamente cierto. Es sabido que la realidad siempre supera la ficción.
Muchas gracias por tomarte tu tiempo y leerlo. Espero que lo disfrutes. Agradeceré los comentarios y la difusión más todavía.
Saludos,
Jen
p.S: Me alegra a la vista que el contador de adictos vaya creciendo. Somos un blog periférico, pero en crecimiento. Qué guay.
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Absorto
en aquel vehículo interurbano se trasladaba de A a B contemplando las fachadas
y tejados de aquel barrio deprimido pasar. Ajeno a todas las miradas
inquisitivas, al fruncimiento de ceños que lo despreciaban por semejante
atuendo desproporcionado. Un símbolo textil de un mundo que no existía en
aquellas calles grises y malsonantes, donde florecían desperdicios y donde la gente
tenía miedo de salir sola cuando se encendían las pocas farolas que nunca
alumbraban suficiente los portales. Los había asombrados y curiosos que
sinceramente se preguntaban por qué a las tres de la tarde él viajaba con
esmoquin, repeinado, con las patillas bien recortadas. Algunos indignados
mascullaban un lo que hay que ver. Pero no se le podía echar nada en cara, pues
era el único que había pagado el billete, y sin dudarlo, sin asomarse a ver si había
revisores.
Ufano viajaba de cara al cristal, sin
prestar demasiada atención a sus interrogadores. Uno o dos imaginaban adónde iría
así vestido, quizá a un bautizo. A un tercero le parecía ridículo. Con el calor
que apretaba. Una señora había conocido a su madre hacía mucho tiempo. Sabía de
sobras que el hombre tenía motivos suficientes para sentirse tremendamente
solo, aunque su expresión no era ni por asomo amarga o derrotada.
Absorto fue el adjetivo que le duró hasta
la siguiente parada. Subió una chica muy morena de piel en shorts y se sentó a
su lado. Sin complejos, la muchacha subió los pies al asiento de enfrente.
Escuchaba música a través de unos grandes auriculares rosas. Sin embargo,
nuestro hombre no se entretuvo por este desliz maleducado tan habitual, ni le
distrajeron su par de piernas desnudas y bien formadas, ni la proximidad, ni el
ruido que hacía el chicle que mascaba.
Fue una cosa bien distinta. Tan
hipnotizadora a veces. Tan desagradable otras. Tan profunda y acentuada a pesar
del frío casi ártico que se vivía dentro de aquel vehículo casi supersónico: una
profunda e inequívoca peste a pescado crudo se instaló en las fosas nasales del
hombre con esmoquin, que inmediatamente identificó como el olor corporal de su
acompañante más cercana. Se mantuvo en sus trece de concentrarse en el paisaje,
mientras la nueva pasajera le atormentaba.
Intentó con todas las fuerzas mentales
seguir ensimismado en las fachadas y tejados, pero tuvo que poner ahínco en
mantener la cabeza en su sitio y su tranquilidad se empezó a descomponer. De
tan intenso que era el hedor, que no procedía de ningún órgano concreto. La
muchacha segregaba indiferente cual fragancia esa pestilencia atroz. Nuestro
hombre intentó contenerse cuanto pudo.
Pero pronto también se le empezó a
torcer la mente.
Y ya no hubo marcha atrás. De repente,
los tejados y ventanas con la ropa tendida quedaron sustituidas por una pecaminosa
idea retorcida: la muchacha era una ostra. Podía deleitarse con su reflejo en el cristal:
carnosa, salada, viva. Palpitaba atractiva y el hombre la veía con sus propios
ojos, como si la mirada fuera capaz de atravesar su propia nuca: junto a él se
había instalado una inmensa y suculenta ostra. Una ostra cara, fuera de lugar.
Apetitosa; una ostra de banquete para un hombre con esmoquin. Un delicioso
manjar.
Le crujieron las tripas. Ya no le
importaba el fuerte olor a pescado. Era tan natural. Era una ostra. Era un
regalo. No había tenido tiempo de comer ni prepararse un sándwich que llevarse
para el trayecto, tanto tiempo había dedicado a plancharse el traje. Y el
hombre con esmoquin ignoró los cielos grises y los cristales rojos del enésimo
callejón, las habladurías de los que no entendían su apariencia, ni ese
nerviosismo que empezaba a reflejarse en su rostro. Se empezó a marear, a
transpirar, a tener una desastrosa sensación que por más que quiso reprimir, ya
se había instalado allí como una losa, una piedra en la boca de su estómago:
deseaba con todas sus fuerzas morder a la sabrosa ostra. Abrazarla. Hincarle
los incisivos como si fuera un hombre rapaz. Impregnarse de una carne más
exquisita que el caviar.
Comenzó a salivar con el recuerdo de
algunas ostras pasadas, todavía de cara al sucio vidrio. Pero nada era
comparable, ningún recuerdo fotocopiado en el cerebelo podía compararse con la
idea de una ostra gigante. Un capricho caído del cielo. Unas ganas innombrables
de hacerse con el poder, más que de saciarse, como la morsa en aquel cuento. Y
llevaba puesto el esmoquin. Toparse con aquel prodigio era el éxtasis para
cualquier gourmet.
El hombre cerró los ojos y empezó a
darse callados golpecitos en la sien contra el cristal. Un ligero atisbo de
sensatez, quizá. O de miedo ante la lujuria y gula que sentía, tal vez. Gruesas
lágrimas resbalaron por su cara bien afeitada. Sabía que aquello era
inaceptable, una actuación inconsecuente, que era imposible abalanzarse contra
la ostra. Porque no podía tomar lo que no era suyo, y mucho menos gratis. Al
fin y al cabo, y a pesar del esmoquin, no era nadie. Pero en ningún momento
pensó que la ostra no era una ostra, la verdad resultaba inconcebible, porque
su mente se había torcido mientras aquel vehículo interurbano languidecía a
través de catenarias interminables.
El hombre con esmoquin podía cerrar los
ojos y contenerse si quería. Pero no podía apartarse de aquel fuerte olor que
lo había paralizado. Sus piernas no le hubieran respondido, su culo estaba
cementado al asiento. Y los párpados bien apretados no podían desterrar la
visión de aquella ostra gigante. Le crujieron de nuevo las tripas. Hambre.
Se
abalanzó. Antes de que sus manos llegaran a abarcar por completo el enorme
cascarón, todavía con los ojos cerrados, se escuchó un grito que de nuevo llamó
la atención sobre aquel extravagante pasajero. Pero la muchacha no consiguió
desembarazarse de su asaltante a tiempo, que al final despertó de su ensueño
porque en su boca no le quedó el rastro
salado de una ostra, sino un sabor bien distinto, tan fácil de identificar por
particular y común en todos: sangre. Con horror contempló a su víctima
aterrorizada. Su mente torcida intentó recomponerse entonces, pero ya era
demasiado tarde. Las ideas, el poder de la percepción, se habían derrumbado. Se
había quedado huérfano. Al borde de las lágrimas, sin entender qué había
sucedido con su ostra soñada. Desnudo y desarmado ante todas aquellas miradas. Se
había desvanecido su delicioso manjar sin que se hubiera dado cuenta. Indefenso
ante las personas que ahora le sujetaban, que lo habían señalado como enemigo.
Que lo arrastraban fuera del convoy en la siguiente parada. Que lo apartaban de
su otra. Que se la habían arrebatado. Y que lo habían convertido en un paria.
Le reprimían. Le controlaban. Le castigaban. Y de nada había servido su
brillante esmoquin. Ni haber pagado el billete. El hombre había perdido su
estatus, sin tan siquiera poder balbucir una palabra sobre la ostra, de tan
apenado y anulado que se encontraba. Ya no era persona, era reo. Era objeto.
Cuando el hombre de esmoquin abandonó
escoltado el tranvía, una anciana se llevó las manos a la nariz y aspiró. Se
dio asco a sí misma y un segundo más tarde, se avergonzó. Miró alrededor, pero
todo el mundo seguía conmocionado por el asaltante y nadie parecía reparar en
ella. Eso le alegró un poco. Ya sólo le quedaba una parada y podría llegar a casa y lavarse las manos.
Era la última vez, se prometía de nuevo, que ayudaba a su hija mayor a
despachar en la pescadería.