Es la tónica de mi vida. Querer hacer cosas y no mover un dedo. Bueno, mover las manos sobre el teclado y acumular documentos de Word en carpetas de nombres diversos. Este texto era para un concurso de microcuentos sobre la crisis al que no me presenté. Lo rescato porque me parece tan feudal como el veto y boicot estudiado al libro Adiós, princesa. ¿Sería posible? Yo estoy segura de que no existen los filántropos.
...
El proyecto
sociológico fue todo un éxito. El undécimo presidente de la crisis era asimismo
el primero nacido en tiempos de recesión. Y había encontrado la panacea estatal,
la falacia definitiva: había devuelto a aquel pueblo de montaña al pasado. Y esperaba
lograrlo con todo el país. Contaba con un complicado entramado de propaganda
que borraría la memoria colectiva. Morirían todos los que habían conocido
tiempos mejores. Los que eran capaces de reconocer cuándo se estaba pisoteando
su libertad y privándolos de derechos fundamentales y que siempre habían tenido.
Y borraría sus recuerdos.
A las cinco de la
tarde del jueves, el autobús que suministraba provisiones a aquel pueblo de
montaña se detuvo en la plaza. Un centenar de habitantes se congregó alrededor
del vehículo. El conductor abrió las compuertas y descendió meneando la cabeza.
Tensos esperaban las malas noticias, ya sabidas:
—Se acabó. Nos hemos
quedado sin carburante. Para siempre.
Algunas señoras se
cubrieron la boca ahogando un grito. Algunos renegaron. Muchos lloraron en
silencio.
El gobierno había
anunciado en su boletín la desaparición de los carburantes. El apocalipsis: un
mundo sin combustible. Estaban solos en medio de las montañas. Se esperaba una
nevada para dentro de dos días. Justo cuando finalizaba el proyecto: el
gobierno cortaría la luz y culparía al mal tiempo. Los dejaría a oscuras.
Y
se olvidaría del pueblo.
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